Cuando a fines de 1994 se publicó La Reina Isabel cantaba rancheras, el hecho fue saludado como un acontecimiento excepcional en nuestra literatura. La novela recreaba un mundo olvidado-y en alguna medida francamente proscrito-en la narrativa chilena de las décadas más recientes: el de los estratos populares, con sus personajes, sus dramas, su acontecer cotidiano; en este caso concreto, la vida en las oficinas salitreras. Complemento insólito y hasta exótico: que el escritor que nos contaba estas historias fuera alguien perteneciente a este medio social. Y algo más, el libro no sólo mostraba esta realidad desde su entraña más íntima, sino que lo hacía revelando aspectos nuevos y un tratamiento distinto al sesgo por lo general doctrinario que hasta entonces era propio de la novela considerada proletaria.
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